jueves, 19 de marzo de 2015

Pensar que se piensa.

Pensar que se piensa no es pensar, es imaginar.
El cerebro, como todos sabemos, no está hecho para pensar. Está hecho para adaptarse y sobrevivir. Esto quiere decir que al cerebro hay que enseñarle a pensar. El cerebro no sabe pensar. El cerebro piensa que piensa, pero esto no es pensar, es imaginar. Escuche usted a su cerebro. Este piensa todo el día, no importa si está usted dormido o despierto, él piensa, pero piensa puras estupideces. Es por ello que nos es menester enseñarle a pensar, de lo contrario nos va a sugerir una sarta de tonterías que son las que ocasional o frecuentemente nos llevan a preguntarnos: ¿Porque habré dicho yo esto? ¿Porque habré hecho yo esto?

Así, pues, nos es importante entender y aceptar que el cerebro, con o sin nuestro consentimiento, está pensando todo el día. A nosotros nos toca decidir si lo dejamos pensar a su aire o si le decimos que pensar. Lo más común es que sea éste el que nos diga que es lo que quiere pensar y como lo quiere pensar, ya que es la forma en que él se divierte. El cerebro procesa todo lo que vemos, oímos, respiramos, tocamos y gustamos, y lo procesa como a él le da la gana. No le pone orden, ni lógica. Lo procesa aleatoriamente y construye nuevas y extrañas formas, las cuales, en algunas ocasiones, devienen en algo bueno, y en otras, las más de las veces, en algo estúpido.

Ese dejar el cerebro a su aire es lo que hace que la gran mayoría de nuestros actos carezcan de intencionalidad de futuro. De hecho somos los únicos animales de la creación que tenemos actos inútiles. Revise usted los actos de su pareja, hijos, parientes, colaboradores y amigos. Descubrirá que la gran mayoría de ellos no tienen otro fin más que el matar a quien los quiere matar: el tiempo.

Enseñar al cerebro a pensar no es tarea fácil. Este, perenne adolescente, no solo se vive rebelando contra lo que nosotros imaginamos querer, sino que además, fértil creador, nos vive presentando escenarios divergentes y placenteros que nos alejan del oficio de pensar. Es por ello que nos es menester imponernos sobre él, acotando sus infinitos deseos, horizontes y posibilidades.

Para lograr acotarlo nos es necesario trabajar con nosotros mismos, es decir, con la muy exigua fuerza de voluntad. La cual, por natura, es claudicante. Se rinde fácil. Un ejemplo de ellos son las dietas. Infinidad de veces he escuchado a mi mujer decir que se va a poner dieta, y lo cierto es que al término de dos semanas descubre que lo único que perdió fueron quince días. La voluntad es algo que tenemos que trabajar día a día. Esta se alimenta de los propósitos y estos de la probabilidad y del querer -querer.

En la vida son más los deseos que las necesidades.
Un propósito sin probabilidad, no tiene lo que requiere para subsistir. El propósito tiene que tener un viso de realidad, de probabilidad. De lo contrario fenece tan rápido como nació. Los propósitos están subordinados a las necesidades, no a los deseos. Deseos hay muchos, necesidades, pocas. En la vida solo logramos coronar aquello que queremos querer, y añorar lo que queremos desear. Pregúntese si en realidad lo que quiere es un deseo o un querer. El deseo es efímero, transitorio, se satisface al consumarlo. El querer Es. No tiene edad, tiempo ni caducidad. El querer es. Está ahí, un día sí y otro también. Es lo que nos impulsa a lograr lo poco / mucho que hemos logrado. Lo que nos mantiene en un lugar. Lo que nos hace persistir aún en aquello que por lo adverso del entorno se ve imposible de lograr. El querer – querer tiene dos caras. O nos lleva al éxito o al fracaso. Todo depende de qué es lo que queremos.

Podemos no querer pensar y circunscribirnos a pensar que pensamos. Por eso es muy importante que nos preguntemos si en realidad estamos dispuestos a pagar el precio de enseñarle a nuestro cerebro a pensar. De educarlo. De alimentarlo con las materias primas que necesita para pensar lo que nosotros queremos y no lo que este quiera pensar.

Ya una vez que decidimos enseñarle a pensar, nos vamos a ver inmersos en un mundo extraño que no solo no conocemos, sino que además vamos a sentir que caminamos a contra corriente. Los nuestros: pareja, hijos, familiares, amigos, etc., nos verán extraños. Nos dirán y harán sentir que no están de acuerdo con nuestro nuevo y extraño proceder. Pero será por un breve espacio de tiempo. Cuestión de mediar y no desesperar. El resultado será mejor para todas las partes.

Enseñar a pensar al cerebro equivale a entrar a un mundo en el que la efectividad y la selectividad son la materia prima del proceso. De tal suerte que de ahí en adelante vamos a tener que elegir lo que vemos, leemos, oímos, respiramos, tocamos, gustamos y, por ende, el con quien nos juntamos. Este edificarnos en personas elegantes -ente que elige-, nos va a limitar la convivencia con los demás, pero nos va a abrir nuevas y mejores formas de ser y hacer las cosas. Lo que a la postre nos abrirá otras forma de convivencia y de relación.

Al cambiar lo que ves, lo que oyes, lo que lees, tocas y gustas, cambiaras tu entorno y con él la gente con la que te juntas, y al cambiar esto cambiaras tú, tu cerebro, tus horizontes y probabilidades.

 

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