lunes, 5 de febrero de 2018

Los amantes del agobio.

Los entusiastas del agobio, esos que ante la tranquilidad de la provincia prefieren vivir en esas ciudades con vocación de país que no dejan de expandirse y que se distinguen por el hecho de que sus habitantes, amantes del agobio (y título de este artículo), viven un triunfalismo diario que consiste en vivir hacia afuera y no dentro de sí mismo, y que entrelazan su triunfalismo con un derrotismo cotidiano en el que se reconocen estar hartos de la ciudad, del tráfico y de todos su males.

Ciudades donde el imaginario social se mezcla con la realidad, mostrando en su geografía un mosaico de etnias y expresiones idiomáticas y culturales contenidas en una sola ciudad. Ciudades donde cada barrio, sector o zona es un país distinto al anterior, donde los habitantes de un sector se sienten extranjeros en el otro, dado que nada de lo que hay ahí les es y pertenece.

Ciudades donde se nace, vive y muere en olor de multitud. Urbes donde cada día se reciben nuevos migrantes de provincia los cuales, sumada a la múltiple y variada explosión demográfica de la urbe (en algunos sectores muy baja y en otros muy alta), las convierte en un cementerio de proyectos humanos y urbanos.

Ciudades que desmienten lo dicho por mí en artículos anteriores, en donde afirmo categóricamente que las contradicciones no existen (nada puede ser y no ser al mismo tiempo). Sin embargo en esas conglomeraciones urbanas en donde lo que importa es la ciudad y no el individuo, las contradicciones caminan por la calle llevando de la mano la pobreza extrema con el mejor celular, donde mucha gente no tiene para comer pero si para pagar un celular.

En ningún lado es más palpable lo que hemos enunciado en otros artículos: que la democracia es el arte de hacer público lo privado. El pueblo siente que hay democracia si puede comprar, aunque sea en abonos interminables, el celular que está de moda o que trae el patrón. Tal vez no tenga para comer, pero eso es algo que solo sabe él. Los demás lo que ven es que tiene el celular de moda y eso lo distingue y hace miembro de un grupo especial.

En estas ciudades se pueden conseguir las marcas de elite piratas que le hacen sentir al otro que la pobreza se aleja y que es, por lo menos en apariencia, igual a los demás. La diferencia estriba en que la elite compra la marca original, pero el otro, ese que compra la pirata, está, al final del día, comprando lo mismo que la elite: identidad.

Así funciona el sentimiento de democracia en el pueblo. No olvidemos que pueblo es todo aquello que siendo anónimo, tiene nombre colectivo de demandas, exigencias y anhelos de progreso. Y si la marca pirata satisface esas demandas, entonces hay democracia.

El cementerio de proyectos y de identidades humanas es de tal magnitud en esas urbes, que la gente (y me excluyo, porque cada que usamos el término “gente” estamos diciendo que no somos como ellos) necesita estar constantemente reforzando su existencia a través de identidades momentáneas y efímeras. Al grado que hoy se hace una fiesta con globos y humos de colores para anunciar el sexo del bebe a un grupo anodino de invitados que lo que les importa es la fiesta y no el sexo del bebe.

Hoy se gasta en la graduación del kínder, de primaria, secundaria, bachiller y carrera, cuando ninguna de ellas representa en sí mismo una graduación. Como en esas ciudades lo importante es la ciudad y no el individuo, este se ve en la estulta necesidad de reafirmar constantemente su identidad en pequeños eventos donde el protagonista sea él, ya que fuera de esos momentos, no existe para nadie más.

Esta carencia voluntaria de identidad y sentido le ha hecho desempeñar un papel secundario en su quehacer biográfico, lo que inconscientemente le lleva a buscar el sentido y significado de su vida en actos efímeros en los que momentáneamente se convierte en el protagonista que le gustaría ser; razón por la cual hacen una fiesta para anunciar el sexo de su bebe; un bautizo con pompa y jubilo donde lo importante es el bautizo y no el bebe. Una fiesta de graduación de kínder, primaria, secundaria y demás estulticias para descubrir, que conforme los eventos de él y de los demás se uniforman, deja de existir. Ya que estos no pasan de ser uno más de los muchos que hacen esos otros que como él, carecen de identidad.

Los amantes del agobio dan a luz movimientos sociales que nacen con cierto nivel de notoriedad (en estas ciudades se ama todo lo que es nuevo) y que se extinguen sin aviso de defunción. Es tal la incertidumbre de su accionar que no alcanzan a ver más allá del día a día, cosa que no les pasaba a los padres de sus padres, ya que estos no estaban inmersos en la globalización y en las redes sociales, sin embargo, para los amantes del agobio, el día a día es la norma y este lo viven con un nivel de intensidad que pone de manifiesto su anodino accionar.

No existen para nadie más que para la familia, que es a un mismo tiempo solidaria y opresiva, y para ese otro pequeño y efímero grupúsculo del que entran y salen en función de las circunstancias, las cuales, lo sabemos bien, son siempre inciertas y cambiantes.

Los amantes del agobio salen en la mañana de su casa cargando sueños y fantasías para llegar en la noche a la cama con ellas destruidas. Para ellos el mejor escape son las películas que ven en casa, en la pantalla de su computadora o en la pantalla grande de un cinematógrafo. Es por ello que hoy el cine en las grandes urbes se ha convertido en el Valium de la clase media, porque es a través de ellas que realizan en ochenta o cien minutos de proyección, sus propias fantasías.

Para los amantes del agobio el mesías no es ese que aún esperan los judíos y que los cristianos, protestantes y católicos de antaño daban por sentado su inminente retorno. No. Para los amantes del agobio el mesías es el consumo. Si ser es existir, ellos existen cuando consumen. Por un momento son el protagonista y el centro de atención de uno que les atiende porque no tiene otra opción o porque así se lo comanda su vocación, pero terminada la transacción, vuelven a esa inexistencia y falta de sentido que los llevo a comprar aquello que no necesitaban.

Hoy, al transitar en el carro de una amiga que esta próxima a comprarle a sus hijos unos tenis Gucci de varios miles de pesos (han de ser tenis que caminan solos), le pedí que circulara por calles y rumbos desconocidos del municipio que habita (el más rico de México). Descubriendo que al lado y en medio de las zonas residenciales en las que se suele mover (símbolos del desarrollo y progreso de su estrato social), había colonias solo localizables por sus habitantes y uno que otro distraído que entra a ellas sin saber cómo, saliendo lo más rápido de un lugar que le hace desconfiar por su seguridad, cuando los verdaderos criminales viven en las colonias que ella habita.

Su azoro fue mayúsculo, centrando su observación en los defectos y no en los escapes: ¿ya viste cuantas caguamas tenían ahí? Ella, claro está, no podría entender que las caguamas son el escape de una realidad que los circunscribe y agobia, así como ellos no podrían entender que ella se gastase una fortuna en unos tenis que sirven para lo mismo que cualquier otro, o en una celebración con globos y humos de colores para anunciar el sexo de un bebe.

El desdén de lo singular.
En la universalidad de las apariencias que viven los amantes del agobio, el carnaval de las semejanzas no se deja esperar, de tal suerte que queriendo ser diferentes, terminan siendo iguales a los demás, ya que todos compran y festejan lo mismo. Hay, en ellos, un desdén por lo singular.

Al irse disminuyendo o al anularse casi del todo la singularidad del individuo, éste, poco a poco y sin darse cuenta, termina siendo un producto más de consumo y venta. Donde lo importante no es el sujeto sino lo que rodea al sujeto.  De tal suerte que lo trascendente nos es la gestación de un nuevo ser, sino el anunciar con bombo y platillo, ya sea a través de globos, nubes de color y cuanta cosa se les ocurra, el sexo del nuevo bebe. 

En ese instante existen para todos los que están ahí, amén de que la pareja va a tener tema de plática al despedir a todos los invitados: ¿viste la cara que puso fulano? Y lo contenta que estaba mamá; Todos estaban encantados; Estoy seguro que sorprendimos a tu hermana, a ver qué hace ella cuando este embarazada. Trataran todas estas estulticias como cosas profundas y esenciales, ya que para los amantes del agobio… el qué dirán temible no es el del escándalo, sino el de la falta de asombro.

Tan grande es la pérdida de identidad y seguridad en sí mismos, que hoy los jóvenes para pedirle a una mujer que se case con ellos, les es menester hacer un montaje en donde el asombro marca el tamaño de su amor. Si la pedida de mano es en privado y sin el debido público, esta dejara de ser tema de importancia para la familia y los amigos. En cambio, si la pedida de mano fue un montaje donde el pretendiente involucra a la familia de ella, a los amigos, meseros y demás comparsas del show, entonces el amor es, por lo menos a ojos de los demás y muy probablemente hasta de los mismos novios, auténtico. Aun cuando este no sea más que un simple “amor social” que cumple con las formas y con la reproducción, pero nada más.

Las artes, letras, reflexión y análisis crítico de uno mismo, no tienen cabida en esta gente (me vuelvo a excluir), por lo menos no como existe en los habitantes de las pequeñas urbes. Estos también están inmersos en la globalización, redes sociales y exigencias del siglo XXI, pero aún conservan el gusto por la singularidad.

Cierto que muchas veces nos es menester vivir en las grandes metrópolis (es el fenómeno y la dinámica del siglo XXI), pero eso no es obstáculo para trabajar nuestra singularidad. Sin embargo, es tal el miedo que le tenemos al silencio y a la soledad, que nos es imposible estar sin el otro.

Tengo un vecino tan parecido a mí, que si no intercambiamos esposas es porque es viudo.
Un compañero con el que coincidí hace años, me decía que él no podía estar solo. Que al llegar a su casa le era menester salir a hablar con sus vecinos, en especial con uno que era muy parecido a él. Al preguntarle qué porque no platicaba mejor con su mujer, me contestó que hablar con ella era hablar de lo mismo, y que por lo menos el vecino siempre hablaba de algo distinto.

El problema, no obstante, no era la mujer (o tal vez sí; no la conocí); el problema es esa interminable caída del vacío en el vacío y pérdida de identidad que viven los habitantes de las grandes metrópolis. Y si a esto se le agrega la constante mutación de cosas y productos que alcanzan la obsolescencia en un santiamén y que les hacen sentir que ellos son tan obsoletos como los productos que compran, el vacío se les agudiza y se vuelcan al mercado para buscar en él, lo que solo podrán encontrar dentro de sí.

Poco /nada nos damos espacio para el encuentro con uno mismo, lo que nos ha llevado a perder el velo de la discreción y con él de la intimidad. Pareciera ser que hoy solo el que publica sus intimidades en el W.App o en el resto de las redes sociales, se entera de su propia intimidad, porque su intimidad ya es de los demás. Así entonces hagamos una fiesta con globos, dirá ese que no sabe que existe por sí y no por los demás. No importa que sea un acto insustancial, lo que importa es hacer público lo privado y asombrar a los demás. 

Tengo un conocido al que le decimos el Whiskas, porque ocho de diez gatas lo prefieren. Platicando una vez con él me reclamo el hecho de que yo nunca le contaba nada de mí. Le comenté que no había nada que contar. Que mi vida era tan simple, llana y sencilla como la de los demás. Fue la última vez que lo vi. De ese entonces a la fecha han pasado más de dos lustros. Lo que ocasionalmente sé de él, lo sé por terceras personas, ya que este cuenta y publica en las redes sociales todos los avatares de su vida. Así es como sé que va en el quinto o sexto amor de su vida, amén de otras cosas de él y sus hijos que no le importan a nadie más que a él. Pero él, al hacer pública su vida privada, siente que existe porque se comparte con los demás… Unos demás, que obviamente, no son sus demás.

El hombre light (resultado sin esfuerzo).
Los amantes del agobio viven inmersos en una multitud de seres, de casas, de automóviles y de opciones innecesarias. Su segundo hogar son las plazas públicas, más específicamente, los centros comerciales. Todo hoy es un centro comercial: las escuelas, los hoteles, las cafeterías, las universidades, los fraccionamientos, las oficinas y demás etcéteras que usted me ayude a ampliar. Todo se construye hoy pensando en un centro comercial, conscientes de que los amantes del agobio son un ligado de especie que necesita ver especie.

Para comprobar esto basta con que usted visite un centro comercial, una universidad o una de esas colonias o edificios departamentales que venden un todo integrado que le dice a los amantes del agobio que ya no necesitan salir de ahí. Ahí tiene todo: restaurantes, cafeterías, gimnasios, oficinas, tiendas, bancos, tintorerías, servicios y demás menesteres. Lo único que falta es que pongan un letrero que diga que diseñan y construyen, conscientes de que la Masa necesita poblar su soledad con la soledad del otro.

Los amantes del agobio viven buscando el bien-estar y no el bien-ser. Son hombres light convencidos de que van a lograr resultado sin esfuerzo. Amantes de las soluciones fáciles. De las fórmulas que les permiten adelgazar comiendo; ser bellos sin dejar de ser feos; usar ropa que seguramente va a hacer de ellos unos seres excepcionales, lo que terminará promoviendo su ascenso social y laboral, aun cuando la realidad les demuestre lo contrario.

He firmado tantas solicitudes de empleo que siento que me están pidiendo autógrafos, me decía un joven que pensaba que al salir de la universidad, todo iba a ser más fácil. Fácil era la burbuja en la que lo tenían sus padres. Le recomendé que se tomará un tiempo para analizar y evaluar qué era lo que estaba ofreciendo al mercado y que lo que este le demandaba a él. Su respuesta fue contundente: tiempo es lo único que no tengo.

La realidad es que este muchacho, como muchos de nosotros, deberá aprender a estar consigo mismo para observarse, escucharse, saberse, pensarse... Inteligente no es el que piensa más, es el que se piensa más. En otras palabras; si no aprendes a dirigir lo que eres, lo que eres te dirigirá a ti.

La realidad es que más allá de si nos vemos o no en la necesidad de vivir en una megalópolis con su inevitable olor a multitud, debemos aprender a aislarnos de todo y de todos para dedicarle un tiempo a la reflexión, que es la más sublime e importante forma de acción.
Nos leemos en el siguiente artículo. 

1 comentario:

  1. Hoy volví a leer este ensayo tuyo y me nace la necesidad de agradecerte y felicitarte. Es una excelente pieza.

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