viernes, 12 de agosto de 2016

La envidia como síntoma de inferioridad.

Mi trabajo me lleva a viajar a diferentes latitudes y culturas.
En cada lugar que visito acudo a ejercitarme al gimnasio que me quede más cerca. Este ir al gimnasio es tanto por el ejercicio en sí como por la catarsis psíquica que este me genera, amén de que es muy divertido y antropológicamente ilustrativo.

El gimnasio es un laboratorio antropológico.
Es un lugar en el priman especímenes que encajarían muy bien en eso que Sir Robert Charles Darwin denomino como el “eslabón perdido”. Así, en el inter de que hago mi rutina, me dedico a observar a dichos especímenes, los cuales sin importar el idioma, la religión o el color, su comportamiento siempre es el mismo: alejarse de lo racional para instalarse en lo animal.

Sus palabras, actitudes, usos y costumbres varían muy poco de país a país y de continente a continente. La especie es la misa. Lo que cambia son los matices culturales y la expresión verbal y corporal, pero la esencia se mantiene. Y en nada es más obvia la estulticia de estos especímenes que en el combes de la relación hombre – mujer.

Recién fui testigo presencial del devenir de una de esas relaciones, aunque la descripción correcta sería: del intento de relación por parte de uno de esos especímenes.

El hombre en cuestión es un junior de la tercera edad. Es un hombre que frisa los sesenta años de edad pero que se comporta como si tuviera veinte.

Es el típico hombre espejo. Buena parte de su rutina la ocupa el espejo. Posa ante él e intercambia con su imagen miradas de admiración. Muestra sus bíceps, su trapecio y demás etcéteras del orangután.

No estoy cierto de lo que voy a enunciar a continuación, ya que poco he platicado con él, pero me imagino que cuando se observa en el espejo, se observa con la vista deforma, ya que lo que él ve es muy probable que no lo vea nadie más y mucho menos ellas.

No en balde los hombres, en ese poco / nulo entender a las mujeres, nos pasamos la vida construyéndonos para ellas, para encontrar que terminamos dándoles gusto a ellos, no a ellas. Veamos el caso de los gimnasios. Ellos quieren ser como Arnold Schwarzenegger, no obstante dudo que haya una sola mujer que quiera ser como Arnold o que se sienta fuertemente atraída por él. Ellas buscan cosas muy diferentes a las que nosotros trabajamos.

Es muy posible que el junior de la tercera edad del que habla este artículo no se vea a si mismo tal cual es, cosa muy común en el género masculino. Lo más probable es que él se vea a sí mismo tal como él cree es o como él cree que esta. Es decir, cuando se ve en el espejo, ve la idea que tiene de sí mismo, más no la realidad.

Es el clásico hombre que gesticula y emite sonidos guturales de altos decibeles con la intención de que las mujeres que están en el gimnasio lo volteen a ver, lo cual si hacen, pero no en la forma que él quisiera.

El orangután y la dama.
El junior de la tercera edad fijo su mirada en una mujer de cuatro décadas que va al gimnasio. La dama en cuestión lo saludaba como a cualquier otro, sin poner énfasis en el saludo y sin brindarle una atención especial.

Las pláticas y comentarios de esta siempre giran en torno a su familia (esposo e hijos) y a sus creencias y motivaciones. Pudiéramos decir, sin ánimo de ser irrespetuoso pero si para darles una idea de la dama en cuestión, que toda ella huele incienso, mirra y agua bendita.

Jamás ha dado motivo ni a él ni a persona alguna en el gimnasio para que su cortesía y educación social se  interprete como otra cosa. Saluda a todos por igual y si bien es cierto que plática más con sus coetáneas que con los hombres, también lo es que es muy amable y educada con ambos géneros.

Es una mujer muy bella y con una geografía corporal extraordinaria, lo cual ha hecho que un buen número de orangutanes oscilen y graviten alrededor de ella, no obstante ella, dama al fin, se muestra educada y amable con todos manteniendo limites muy definidos en lo concerniente a la convivencia e interacción social.

Mi ir y venir a este gimnasio es irregular,  ya que solo acudo a él cuando estoy en dicha ciudad. Sin embargo por razones de trabajo me tuve que quedar poco más de diez días bancarios en el lugar, lo que me permitió ser testigo presencial del desencuentro que se suscitó entre el orangután y la dama en cuestión.

En fechas recientes apareció en el escenario un hombre que está en sus últimos cincuentas o primeros sesentas. Es una persona educada, seria y poco dada a las palabras, no obstante lo poco que aporta al medio ha sido más que suficiente para que propios y extraños nos demos cuenta de su nivel cultural y de su educación.

No es un hombre que se distinga de manera sobresaliente por sus atributos físicos, sin embargo su trato y locución lo distingue y separa de los demás. En lo personal he tenido la oportunidad de intercambiar algunas palabras y temas con él. Ambos estamos en el mismo giro de negocios (finanzas internacionales) lo cual nos llevó a platicar un poco más que los demás.

En una ocasión la dama arriba mencionada le brindo un hasta mañana y este respondió con un Dios quiera. Esta, fiel a su fe y creencias, le pregunto sobre Dios y dio la casualidad de que ambos acudían a la misma congregación pero en diferente locación.

De ahí en adelante el devenir en el gimnasio entre ellos dos fue de un constante intercambio dialógico sobre conocidos comunes, los pastores de su iglesia y demás miembros de su congregación. El trato empezó a ser más familiar entre ellos, manteniendo una línea de respeto en su relación pero con un buen intercambio entre ambos. El tema siempre era el mismo: su fe.

El eslabón perdido del que hablo líneas arriba, observo el devenir del acercamiento entre ambos, así como el trato que se gestó entre ellos, lo cual a todas luces le incómodo. Empezó a hacer comentarios acres al respecto. Primero en son de burla hacia el recién llegado y después hacia ambos.
Todo iba a bien hasta que poco a poco fue siendo más hostil su trato y más despectivos sus comentarios. Y todo porque la dama de su interés le brindaba su atención a otro y no a él.

El tema en cuestión no es el hecho en sí, sino el comportamiento del espécimen y la envida como tema fundamental.

Como ya comentamos, un junior de la tercera edad es aquel hombre que se encuentra en sus terceros veintes y se comporta como si tuviera veinte. El ridículo es mayúsculo. Lo que se ve bien en un hombre de veinte, se ve muy mal en uno de sesenta.

Su inmadurez, su lenguaje, sus ambiciones y fantasías no corresponden a la edad. Sigue persiguiendo quimeras y actuando como si todas las mujeres del mundo suspiraran por él. En lugar de trabajar su personalidad, su cerebro, su mente, su lenguaje y su quehacer patrimonial y empresarial, se enfoca única y exclusivamente en su cuerpo, en sus conquistas y en el cumulo de mujeres que según él están detrás de él.

Es notorio a todos que en lo referente al desarrollo empresarial y patrimonial se siente menos que los demás. Nunca trae dinero. A todo el mundo le pide quinientos, mil o más dólares, solo para salir del apuro. Y no obstante que el otro es un hombre exitoso en lo suyo, éste ha vertido sobre él todo tipo de comentarios despectivos e hirientes.

La envidia es el homenaje que la mediocridad le rinde al talento.
Me voy a centrar en el tema de la envidia, ya que esto fue lo que más me llamo la atención.

Como ustedes saben la ventaja de ser inteligente es que uno puede fingir ser tonto, mientras que lo contrario es imposible.

El espécimen en cuestión, no conforme con su imbecilidad, la anuncia. En otras palabras, hizo público lo privado. Y lo cierto es que nada valoramos más que a un naco anónimo. No obstante él prefirió ser público, vertiendo sobre el otro un cúmulo de comentarios en los que el común denominador fue la envidia y su propia estupidez.

La envidia es una emoción propia de la gente pequeña.
La palabra envidia viene del latín: invidere – invidio: mirar mal a los otros. 

El envidioso es, por definición, el mayor de los ignorantes, porque vive bajo el engaño de no saber apreciar sus propias capacidades.

La envidia se alimenta del deseo hacia lo que el otro es o posee. Y solo puede sentir envidia hacia ese otro, aquel que en pleno desconocimiento de lo que es como persona, pretende ser o aproximarse a lo que el otro es o a lo que el otro posee.

En otras palabras, solo siente envidia aquel que no conforme con lo que es, se afana en ser una caricatura o una mala copia de aquel en el que centra sus afanes.

El Yo del envidioso se sitúa, sin fundamento alguno, por encima del Yo de los demás. Unos demás a los que infravalora y desprecia aun cuando las capacidades de estos sean significativamente notorias, sino para él (que no las quiere ver), sí para los demás.

No es extraño por ello que el que está verde de envidia ponga a los otros verdes, y no por cuestiones ecológicas sino porque sobre enfatiza lo que él hace para hacer notar su valía. Esta es una de las razones de sus gritos de esfuerzo que hace en el gimnasio para llamar la atención.

La otra cosa que hace el envidioso es desestimar lo que el otro hace con el fin de que lo suyo, sin importar su valor o contribución, se dimensione por arriba de su propia valía.

Esto lo lleva ineluctablemente a caer en un estulto juego de dobles comparaciones en las que el objetivo es exaltar lo suyo, despreciando o demeritando lo ajeno.

 Juego, en el que sin querer, termina perdiendo ante los ojos de la persona de su interés, ya que lo único que resulta de este doble juego, es que pone en evidencia sus carencias y temores, elementos, que si él no hace públicos, es muy posible que pasaran desapercibidos, mejorando con mucho sus posibilidades con la persona en cuestión y con los demás.

Si su objetivo es llamar la atención de la persona deseada, no es la envidia la mejor forma de lograrlo.



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