Los seres humanos nos movemos en dos dimensiones de la realidad: una realidad objetiva (lo que la cosa es) y una subjetiva (lo que en el sujeto la cosa es). La realidad objetiva es simple, lineal y no demanda de nosotros más que comprensión y aceptación. Cierto que podemos y debemos reflexionar sobre ella, ya que en ella está el saber científico, procesal y mecánico de las cosas, sin embargo, por mucha reflexión que de ella hagamos, está siempre será poca comparada con la que nos demanda la siempre fluida y cambiante realidad subjetiva.
En una tertulia puedo afirmar que esta lloviendo y mis
contertulios lo único que necesitan hacer es validar que efectivamente este
lloviendo, sin embargo, si lo que afirmo es que estamos viviendo tiempos
revolucionarios, mi afirmación deberá sujetarse al infinito de valoraciones y
opiniones de mis contertulios, los cuales emitirán, desde su circunstancia socioeconómica
y cultural, un juicio que podrá respaldar o negar mi afirmación. Este
intercambio de puntos de vista y opiniones se basa en un proceso reflexivo que
nada tiene que ver con la realidad objetiva.
En este espacio de subjetividad es donde entra la fe, que no es otra cosa más
que esa enorme necesidad que tenemos los seres humanos de que las cosas sean
ciertas, aun cuando no tengan un ápice de realidad o sustento. En donde más
impera el reino de la fe, sin ánimo de caer en la tautología, es en el combés
de las creencias, de lo intangible y de las relaciones humanas.
Para no herir susceptibilidades innecesarias, me circunscribe al ámbito de las relaciones humanas, donde hasta el más lógico, sarcástico, irónico y racional de mis cofrades (y vaya que tengo algunos) se verán en la necesidad de aceptar que la fe es el hilo que anuda y sostiene las relaciones humanas.
El motor de nuestros primeros veinte años de vida es el conocimiento. Las siguientes dos décadas nos movemos entre el conocimiento y la voluntad (más conocimiento que voluntad). En la tercera veintena se da un frágil equilibrio entre conocimiento y voluntad, en donde poco a poco la voluntad va ganando terreno, hasta que llegamos a la cuarta veintena, donde lo que impera es la voluntad. No significa que dejemos de buscar el conocimiento. Al contrario, este se hace más selectivo, pero cierto es que, aunque tengamos el conocimiento, la voluntad de hacer las cosas ya no es la misma.
Es importante entender esto, ya que podemos estar cien por cien ciertos de nuestras herramientas y conocimientos técnicos para hacer las cosas, sin embargo, todo el conocimiento del mundo entra al mundo de lo subjetivo (fe), en cuanto roza la piel del otro, ya que es la voluntad y no el conocimiento la que genera la gran mayoría de las acciones humanas.
Hay acciones innatas que no requieren ni conocimiento ni voluntad (instintivas), pero fuera de ellas, todas demandan de esta dupla. Usted, por ejemplo, puede ser un experto en naturaleza humana (si es que existen expertos en eso), sin embargo, al iniciar una relación sentimental, de amistad o de negocios con una persona, el éxito de esta depende más de la voluntad del otro que de su propio conocimiento. Y ese estar subordinado a la voluntad del otro, demanda fe, mucha fe.
Usted, sin duda alguna, pondrá lo mejor de usted (conocimiento, voluntad y paciencia) para lograr que la relación fructifique, sin embargo, la decisión final siempre estará subordinada a la muy natural ambivalencia del querer (voluntad) del otro. Querer que, a su vez, hará titubear el propio. Y es precisamente en este errático y no siempre claro andar, donde se mueve el hacer humano. Un hacer que demanda, en muchas ocasiones, mas fe que conocimiento.
Nos leemos en el siguiente artículo.
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